viernes, 3 de enero de 2014

De huerfanos y otras historias

A los 11 años cuando vivíamos en el cuartel, solía pasar mucho tiempo sola. Al ser la hija del Teniente Coronel los demás niños no querían jugar conmigo. Me subía encima de mi casita de madera, la que mi padre había ordenado que me construyeran en nuestra terraza, y desde allí arriba, en mi jaula de oro, veía como los demás corrían en el patio, gritando y riendo.


Uno de mis pasatiempos preferidos, después de leer Torres de Malory y de ver el musical de Oliver Twist, era jugar a que era una huérfana sobreviviendo en un internado. Me ponía una falda escocesa vieja de mi hermana a modo de uniforme y un jersey con coderas a juego, y me montaba mi refugio en el cuarto que usábamos de almacén. Rodeada de estanterías y cajas me imaginaba un mundo en el que el resto de la casa era una ciudad llena de peligros. Yo era la protagonista de una novela y representaba mi papel con mucho gusto, digno de Oscar. 

Cuando este otoño decidí alquilarle una habitación a Richard estuve pensando cual de las dos le cedería y finalmente opté por quedarme yo con el vestidor y atrincherarme con toda mi ropa, la tabla de la plancha, el aspirador y las maletas. 

Ayer noche, arrebujada en las mantas sobre el colchón en el suelo, rodeada de trastos, me sentí como esa niña de 11 años jugando a ser huérfana, viviendo en un agujero triste y oscuro. El tiempo húmedo y frío que nos está haciendo estos días tiene mucho que ver con la nostalgia que me ronda la cabeza.
Echo de menos ser una niña. 


El otro día leí un twitter que se me quedó grabado: "Si pudiese elegir mi edad según la época del año, elegiría tener 8 años en Navidad y 21 en verano. El resto del año 1 pa dormir siempre"