De mi padre he aprendido muchas cosas buenas, y desgraciadamente también he heredado algunas costumbres malas que con el tiempo he conseguido suavizar.
Una de ellas, la peor diría yo, es la de no saber aceptar regalos. Es algo superior a mis fuerzas. Cuando alguien tiene un detalle conmigo lo paso muy mal. Se trata de un síndrome bastante raro relacionado supuestamente con la baja autoestima. No podemos permitir que alguien se preocupe por nosotros, ¡Por Dios! ¡Cómo te has molestado en pensar en mi! Y reaccionamos de forma brusca y desagradable. ¡Anda que no le he hecho yo feos a la gente! ¡Madre mía!
Recuerdo con 15 años que un buen amigo quiso dejarme su medalla de San Cristobal durante los exámenes de Septiembre para que me diera suerte, y casi se la tiro a la cara. O cuando de Erasmus un chico del que estaba perdidamente enamorada me quiso regalar su anillo y yo le dije que no lo quería. ¡Con lo bonito que sería tenerlo ahora para recordar aquella historia!
Mi madre me contó que cuando empezó a salir con mi padre, quiso regalarle una pitillera grabada con su nombre por su cumpleaños. Le costó mucho ahorrar el dinero, porque en casa eran pobres y ahorrar una peseta significaba a veces comer menos. Pero mi madre consiguió juntar lo suficiente y le compró el regalo a mi padre con muchísima ilusión. Cuando el día del cumpleaños se lo dio, mi padre se enfadó mucho (me lo puedo imaginar con el ceño fruncido y el gesto tenso) y le gritó con desprecio a mi madre por haberse gastado el dinero. A mi madre le sentó tan mal que no quiso verle ni hablarle en una semana, y si finalmente acabaron reconciliandose fue porque probablemente mi padre se arrastró y le pidió perdón, ya que a cabezona, no hay nadie que supere a mi madre (otra joya que también he heredado).
Cuando mi madre me contó esta historia me sentí tan identificada que no pude evitar ponerme de parte de mi padre y explicarle a mi madre los sentimientos confusos que se crean en nuestras mentes cuando alguien nos quiere hacer un regalo. Ella me escuchó con atención y me dijo muy seria que tenía que cambiar, que debía dejarme querer, que la gente disfruta haciendo regalos y que es un feo muy grande rechazar lo que te ofrecen de corazón. Hay que aprender a aceptarlo, valorarlo y agradecerlo.
Desafortunadamente fue muy tarde cuando aprendí la lección y por el camino he sido muy desagradecida con mucha gente.
Una de las veces que más recuerdo fue un verano en el torreón, cuando teníamos a toda la familia de Galicia en casa. Mis dos tíos Onésimo y Ramiro, hermanos de mi madre, quisieron regalarme dinero. Onésimo fue el primero y me cogió por sorpresa. Me puso en la mano 2000 pesetas y no me dio tiempo para reaccionar. Ramiro que estaba al lado quiso darme también otras 2000 pesetas.
-"Toma Lucita"- me dijo
-"¡No!"- dije yo escondiendo las manos detrás de la espalda.
-"¿Cómo que no?"-dijo mi tío Ramiro- "¿A tu tío Oné si le aceptas el dinero, y a mi no?"
-"¡No!"-repetí yo sacudiendo la cabeza. Tenía 10 años y recuerdo pensar en lo bien que me iba a ir el dinero para jugar a las maquinitas y comprar chuches, y también recuerdo sufrir por ver lo decepcionado que estaba mi tío al sentirse rechazado, pero ya era demasiado tarde.
-"Pues ahora ya no quiero dártelo"- dijo finalmente Ramiro guardando otra vez el dinero en su billetera.
Esta historia se me ha quedado grabada en la memoria y siempre he tenido remordimientos por haberle hecho sentir de menos a mi tío, que en la distancia y a través de los años lo he considerado una gran persona, luchador, soñador, optimista, con ganas de vivir. Un largo currículo de bondades que seguramente alguno de mis primos detallará mañana en el funeral, ya que hoy ha fallecido.
Le habían operado de un tumor este verano, y parecía recuperarse bien, pero hace una semana la doctora dio la voz de alarma a toda su familiar para que se despidieran de él ya que tenía un derrame imposible de frenar, y en breve moriría. Mis padres han viajado a Galicia para poder despedirse de él.
Quería haberle grabado un video o haber hablado con él por teléfono para contarle la historia de las 2000 pesetas, pero cuando llegaron mis padres ya casi no reconocía a nadie, y me pareció de mal gusto querer robar la atención de un moribundo con historias banales.
Supongo que tendré que cargar con ello en el corazón toda la vida.