Tengo un recuerdo muy claro.
Era muy pequeña, 6 o 7 años, y acompañaba a mi hermano mayor por el garage del cuartel cuando nos encontramos con otro guardia que llevaba un pastor alemán enorme, peludo, majestuoso.
Le tiraba una chapa de Coca-Cola y el perro la recogía y se la devolvía.
Mientras mi hermano y el guardia hablaban de sus cosas, yo me quedé con el animal y le tiraba la chapa para que me la devolviera.
Cada vez la lanzaba más lejos, cada vez más rápido, y el perro seguía trayéndola y dejándola a mis pies.
No recuerdo cuantas veces le tire la maldita chapa.
Es probable que más de cien.
Solo recuerdo que el perro al final jadeaba, y babeaba. La chapa llena de saliva pegajosa. Yo la recogía con un poco de aprensión, y se la seguía tirando pensando que el perro se estaba divirtiendo. Si no.. ¿por que seguía haciéndolo?
Le pregunté al dueño que por que seguía devolviendo la chapa si parecía que estaba cansado.
Y el guardia respondió que la seguiría recogiendo mientras yo se la tirara, y no pararía hasta que se muriera, porque era leal y obediente.
Ósea, que no lo hacía porque quería sino porque se lo mandábamos nosotros. Yo era muy pequeña, y se me quedó grabado el sentimiento de lealtad del pobre perro , que daría su vida sin dudarlo por un estúpido juego.
Hasta la muerte.
Hasta la muerte.
Y ahora de adulta, a veces me siento yo misma así, sufriendo pero aguantando. ¿Por qué? ¿Por lealtad?
¿Que me fuerza a seguir recogiendo la chapa a costa de mi salud? Soy yo misma, solo yo la que decide seguir así, forzando la máquina día a día, hasta la muerte.
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