A veces me cuesta creer en la magia del destino, en el azar, en que las coincidencias sean un entramado controlado por un ser superior que juega con casualidades para alinear la vida. Pero entonces ocurren cosas que cuadran tan bien... que asusta.
Hace diez años empecé a escribir un diario con las aventuras de mi nueva vida en Paris, mi nuevo trabajo, mi nuevo amor... no duró mucho, un par de meses a lo sumo, ya que las nuevas experiencias me arrancaron las ganas de escribir sobre ellas. El tiempo era para vivirlo y saborearlo y no para perderlo escribiendo sobre ello.
Al volver de Francia, sin un lugar donde caernos muertos, dejamos todas nuestras cosas en el trasero de mis padres, y algunas de ellas se perdieron en lo profundo de la oscuridad, como los calcetines en la lavadora, como los bolis Bic en la oficina.
Después de diez años, el domingo pasado mi padre, que había estado haciendo limpieza de trastos, había encontrado una bolsa llena de libros nuestros, y entre ellos, mi diario. Que CASUALIDAD encontrarlo justo en este momento.
Al leerlo, he podido ver desde fuera, lo que estaba pasando en mi vida en aquellos tiempos, y lo inocente y tonta y cabezota que fui forzando una situación que se ha alargado tanto tiempo y que no tenía futuro desde el principio. Pero yo no lo veía entonces, y ahora tengo este privilegio de observarme desde fuera, a través de unas gafas de visión pasada, como si de una película se tratara en la que yo (diez años mas joven) soy la protagonista.
Y me dan ganas de gritarle a esa niña tonta: "Corre Lucía, ¡Corre!"